Desde el diagnóstico  de «sospecha de TEA» (Autismo) de Carmen hay dos momentos que no consigo olvidar y que, cuando los recuerdo, me emociono con facilidad. 

El primero de ellos, el día que fui consciente de que tenía delante a mi hija, con unos ojos redondos marrones preciosos mirándome y no me veía. Unos ojos llenos de luz, pero, tristemente vacíos e inexpresivos. Mi hija, a menos de 20 cm de mí, no tenía la capacidad de verme. En ese momento me rompí, empecé a tener miedo, miedo de no conectar con mi hija, de que no sintiera mi calor, de no entenderla, de no poderle ayudar.

Desaparecieron las sonrisas de los primeros meses, las miradas cómplices, las caricias, no conseguía sacarle ningún gesto comunicativo. Poco a poco todo eso empezaba a desaparecer de nuestras vidas y Carmen, conectaba con otra forma de vida, que yo no era capaz de entender y, por supuesto, donde yo no estaba, o creía que no estaba.

El segundo de ellos, el día que llevé por primera vez a Carmen para que la evaluaran. Allí estábamos, en una clase, llena juguetes y estímulos, y Carmen se encontraba perdida, desorientada, no reaccionaba a nuestras llamadas, ni interactuaba con nosotros. Salí de aquella sala desconcertada, incrédula y descorazonada, era una sensación rara, de abatimiento y tristeza, sin duda fueron momentos de desesperanza que, sin embargo, me dieron fuerza para afrontar una nueva situación y reforzaron el amor que siento por mi hija.

Desde entonces somos una «familia de amplio espectro» que aprendemos día a día a conectar con una forma diferente de sentir la vida. 

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Hace unos meses, nuestra vida sufrió un cambio inesperado: nos comunicaron que existía “sospecha” de Trastorno del Espectro Autista (TEA) en nuestra hija Carmen, un bebé por entonces de 19 meses…

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